Los caminos del vino


Por Mariana Gianella


Aún no abrí los ojos. No amaneció, estoy medio dormida, medio despierta. Es ese momento en el que aún no es del todo clara la estación, ni la semana, ni el día. Aún no abrí los ojos pero sé que me lavaré los dientes, sé que me vestiré con mis colores, sé que despertaré a mis hijos, que nos lavaré la cara a todos, que nos prepararé un buen desayuno. 

Aún no abrí los ojos, y ya sé que tomaré mate junto a mi computadora, ya sé que voy a bañarme, que voy a hacer las camas, que voy a organizar la agenda. 

La vida discurre en momentos pequeños que se repiten, de manera distinta, todos los días. Cambia el pan pero no las tostadas, cambia la estación pero no el bostezo. Desde pequeña me pregunto qué es lo que quiero hacer. Pero no me lo pregunto desde la empresa enorme que es una profesión. Me lo pregunto como respuesta a ese instante donde aún no abrí los ojos y uno repasa qué es lo que hará todo el día, a qué le dedicara su tiempo,  las manos, en qué se manchará, en dónde paseará la cabeza, con qué personas te vas a cruzar. 

El mundo del vino no es exactamente el mundo del sommelier. Siempre me gusta pensar la foto lo más grande posible, le da libertad a mi mente, se abre un juego más interesante. El mundo del sommelier es un mapa incrustado en otro, en uno más grande que es la ruta del vino. Uno arranca a andar por los caminos entonces, en bicicleta o en auto, y va pasando por los distintos pueblos y paradas que tiene esta carrera.

  En el pueblo de las catas el sommelier es rey. Allí son locales, abren vinos, los presentan, los degustan, los explican y cuentan una hermosa historia. Algunos se focalizan más en el vino y sus descriptores, otros en cómo está hecho, otros en las historias de las bodegas, y unos pocos en el bebedor. Las catas son excusas para profundizar en la cultura, el foco en el que se pose el sommelier determinará qué es lo que se fortalece. 

Luego hay otros pueblos a donde llegar. La del servicio es una de las ciudades más grandes. Con sus edificios y casitas, con sus callecitas pequeñas y sus autopistas a toda velocidad. Una mezcla de cosas enormes y boutiques.  Conviven desde la más pequeña tribu de culto hasta la mirada más global, la del vino relacionado a toda la gastronomía del mundo. En esta ciudad el sommelier es un custodio. Tiene las llaves de la cava  y establece las líneas con las cuales desde la bodega, los restaurantes y los comensales se van a relacionar. También se pueden elegir dos ejes, ir desde el vino a la gente o ir desde la gente al vino. Calculo que siempre lo más logrado de cualquier profesión, es la que logra ir y venir de un lado a otro, de la flecha de Mendoza a las mesas, de la cocina del chef a la bodega, de la bodega a la copa de esa señora, o de tal o cual señor.  Una vez hablé con Valeria Gamper y Martín Bruno sobre la importancia para el sommelier de hacer su paso por el servicio, porque es allí donde se comprenden los hábitos de consumo, las mañas, las modas, los detalles que hacen a la elección de un vino y no de otro.

Muy pegadito a este pueblo están los sommeliers que hacen eventos, ellos tienen un circuito aparte que es muy heterogéneo. Y tienen un hermoso mirador en lo alto de una colina, que mira todas las luces prendidas. Tanto en una embajada como en un museo, en la galería más pequeña o en un hermoso festival. Los sommeliers que se dedican a esto tienen el privilegio de ver el panorama desde lejos, van paseando por diferentes públicos y terminan comprendiendo cuál es el gusto general. 

Para llegar al pueblo de los Brand Ambassador hay que tomar la curva, cambiar la moneda y tener en cuenta que se habla otro idioma. Aquí las bodegas buscan expresarse a través del sommelier y todos se convierten en traductores públicos de una historia de esfuerzo. Porque así como se da el vino en nuestro país, así como se da el vino en el mundo, los relatos siempre tienen una historia de sacrificio. El esfuerzo como protagonista, la familia como protagonista, los lazos de los que construyen la montaña con cada vendimia y besan el suelo con cada añada. El romanticismo puro inserto en un frío mercado, como un hermoso malbec injerto en un pie americano. Porque todo es hermoso, hasta que no estabas preparado para la filoxera.   

Más alejado y escondido entre árboles, un hermoso último pueblo, el de los periodistas. Aquí,  en este primer viaje, me estoy quedando un rato, quizás más de lo debido. Viviendo en la cálida palabra de los que desean decir algo, el periodista tiene varias posibilidades. Una es la de comentar y hablar de los vinos. La otra es la de establecer puentes que profundicen en nuestra cultura y permitan comprender más lo que significa esta bebida para todos. El vino no es algo predeterminado, es algo que se construye también con la palabra. 

Nunca me gustaron los críticos de nada, me hacen descreer en la humanidad. Bien o mal, siempre voy a querer hacer antes que juzgar. Imperfecto o no, para mí siempre valdrá más un vino mal hecho, que el que con pretensión de saber, se pone en un pedestal a criticarlo. Ser periodista, ser sommelier, tiene una salida a esta trampa. Una sola salida que es la de dignarse a buscar la propia y genuina historia.  La tuya, la que puede ser contada junto al vino, la que es capaz de tocar la misma fibra en los demás. Como una flecha que te inunda, que te da vida, que te enciende de golpe. Contar con humildad los propios senderos, que se parecen a todos los senderos. Porque si hiciéramos un pozo buscando la piedra fundacional de todo, encontraríamos esfuerzo hasta en la historia más insignificante. La del poroto germinando, también es una historia de sacrificio. Allí, en la piedra basal, antes de construir tu vida, se encuentra tu libro. La peripecia que después vas a vivir, la experiencia que después vas a contar. Porque sea lo que sea que pase, ninguna raíz irá más profundo si no te animas a adentrarte en el suelo. 

Me cepillo los dientes, ese acto que parece tener un sentido insignificante y sin embargo sostiene a media humanidad. Me cepillo los dientes porque la vida hoy tiene sentido, porque luego haré café y llevaré a mis chicos al colegio. Me cepillo los dientes después de haber abierto los ojos, hecho la cama, pensado en el día. Es importante todo lo que uno decide mientras hace sus pequeñas cosas. Los sentidos, si es que existen, se esconden muy bien y muy mal. Bien como para que los busques toda la vida, mal como para que los encuentres comiendo una tostada. Los sentidos suelen sostener todas tus repeticiones, y basta no tenerlos un día, para que el simple hecho de levantarte de la cama, se vuelva un yunque pesadísimo imposible de levantar.

 Considero que uno antes que sommelier es siempre otra cosa. Se es escritora, o cocinero, anfitriona o comunicador, mochilero o poeta. Se es primero algo en esencia, y luego (solo luego) se encarna en esta profesión. Y cuando lo hace, el mundo del vino permite que desarrolles todo tu caudal de preguntas, porque no hay nada más amplio que este territorio.

Para poder sorprender y guiar, para establecer una flecha que no vaya solamente del vino a la gente, sino también de las personas hacia su centro. Quizás lo más interesante sea llevar a cada uno a esa cava interna. La que se encuentra en alguna parte de su historia y que les dice que son esos vinos, esos que están ahí, los que más les gustan. Nunca pude responderme con claridad a la pregunta sobre de qué voy a vivir, para qué soy buena.  A lo único que estuve decidida toda mi vida fue a observar, para tener algún tipo de habilidad en crear imágenes donde mi propia vida fuera posible. No da lo mismo hablar de los fantásticos vinos naturales que emocionarse presentando vinos de pequeños productores. No da lo mismo enseñar a tomar determinadas etiquetas, que determinados estilos, no da lo mismo hacer que la gente conozca un vino, a que conozca lo que cada uno quiere de él. Son estrategias distintas, magias distintas, que hay que saber descubrir.   

 Todos somos imperfectos. Salimos al mundo a moldearnos, dando pasos que no sabemos dar, dándonos consejos unos a otros para no sentirnos tan torpes. Un amigo es una hermosa pileta en un día de cuarenta grados de calor, mirar a los ojos, un ataque de risa, la imperfección de lo que no durará por siempre. Porque los seres humanos no duramos por siempre, por más que arreglemos todas nuestras cuentas, tengamos todo en claro y podamos a fin de mes pagar el total de la tarjeta. No importa cuán limpio tengas el auto, ni cuán ordenadas sean tus relaciones; al final de cuentas, somos imperfectos igual, o perfectos en nuestra forma de acabarnos. Nos apagamos con el tiempo, de maneras sublimes o de formas derrochonas, como un humeante fósforo o parecido a un sol a las siete de la tarde. Nos apagamos. Todo lo que queda es lo que pase de generación en generación. Así como el tuco tiene el olor a miles de abuelas, así como el vino tendrá el color de millones de manos curtidas, lastimadas por la vid. Lo que queda es siempre lo que haces, aunque te apagues. Esa es la luz. Elegir uno de los caminos, entrar en cada uno de los pueblos, y en cuanto puedas, transmitir lo mejor que te salga, para que cuando te vayas, otros puedan visitar tu casa. 


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