Mariana Gianella inicia una nueva columna: la de los estudiantes.


Primer concurso

Por Mariana Gianella

 

En esta edición inauguramos una nueva columna, la de los estudiantes, donde con la ayuda de Mariana Gianella (*) se recorren distintas experiencias vistas con la mirada de aquellos que serán los futuros sommeliers profesionales.

 

En la superficie del mar, el témpano de hielo, como una cordillera congelada que mira al sol hasta derretirse. El iceberg juega a que no es nada, juega a ser pequeño, juega su rol discreto y moderado. Pero en el fondo, en lo profundo, la inmensidad esconde la historia entera, como quien se apoya en lo verdaderamente invisible, los valores. Como un abuelo que ya vivió todos los años y quiere en una sola frase, expresarte que hay algunos puentes que valen la pena ser cruzados, aún con todo el miedo posible.

 

El que percibe un vino debe transportar al mundo. Llevarlo en sus sentidos de manera completa, como un mapamundi que se traslada en la nariz, en los ojos, en las manos, en la mirada. Portando historia y realidad. Cuando cuento que estudio sobre vinos me suelen hacer el chiste del borracho, el sommelier que en realidad solo es una excusa para tomar, para embriagarse, para no pagar el vino. Me río. Porque será imposible erradicar el chiste. Pero creo que ninguno de ellos imagina todo lo mucho que hay que trabajar para convertirse en un verdadero representante de esta profesión. Una que honre la sommellerie con pasión, que pueda hablarte de países, de economías, de historia,  de viticultura, de suelos, de agricultura orgánica, de enología, de mercados, de gastronomía, de servicio. Es mucho, les juro que es mucho. Cuando vean a un sommelier parado catando un vino, imaginen que eso es solo la punta del iceberg. El sommelier es un enlazador, un conector, un puente. Anda tratando de unir la historia con la geografía, la gente con la naturaleza, la ilusión con la realidad, trata de unir a una persona con su propio momento.

 

Entramos en grupo de estudiantes a la Usina del Arte.

Se llevaba a cabo el concurso Mejor Sommelier de Argentina 2017. Tres habían llegado a la final, tres habían sorteado todos los obstáculos. Uno de ellos era profesor mío. Todo es nuevo, todo es nuevo para mí acá. Por eso les hablo, porque a veces hay que contar lo que no se conoce. Me recibió un sauvignon blanc. La copa no sé cómo llegó a mi mano, pero no es posible entender nada sin abrir los sentidos, pensé. Mientras me llegaban las primeras notas me imagine como concursante, algo así como una transferencia. De golpe era tan simple como eso, percibir una bebida y nada más. Y me pregunté sobre todo lo que faltaba recorrer, cuál era la distancia entre esos tres profesionales que estaban por pelear el primer puesto y mi nariz oliendo una copa de sauvignon blanc.

 

La gente, los jueces del concurso, en una puesta teatralizada de una “cena”, con mesitas y copas, con platos, fraperas y canastas. Una puesta en escena del disfrute, un escenario del goce, del encuentro. El sommelier en esas tablas debe ser un mago, descubrir telas y que vuelen palomas, conejos de galeras, cintitas de colores, diamante corazón y trébol, monedas de la oreja. El sommelier en ese escenario debe ser un bailarín, un adagio, un plié, un fondu. Salto y estiro, vuelo y  me escondo. Alguien que debe estar y no estar, ayudar sin invadir, descubrir sin sobrepasar, conducir sin desviar. No es fácil.

Para todos los que creen que ser sommelier es tomar gratis, embriagarse, o desmesura, los invito a espiar a esos tres jóvenes, que hace años leen libros de todos los estilos. Que saben ver en la bebida una geografía, que pueden catar y describirte un suelo, que con tus ganas más profundas de degustar un plato pueden presentarte un vino, contarte cómo está hecho y darles una cita a ciegas para luego casarlos, hasta que la muerte los separe. 

 

Sube el telón.

 

El hacedor de contextos. Los tres concursantes hacen seriamente sus gracias. La profesión se vuelve faro en ese momento, una luz de cómo las cosas siempre pueden estar mejor hechas. Crear de a poco sin palabras, luego crear hablando, en todos los idiomas. El contexto del vino, el contexto espirituoso que da el virtuosismo de saber ser el mejor y poder expresarlo como un estudiante. Como alguien que sabe que siempre estará aprendiendo.  

 

Fui a buscar otra copa, pensando en todo aquel entrenamiento. Saber descorchar un vino añejo a la perfección, saber contestarle a alguien que pregunta, saber decantar los propios conocimientos, y a la luz de una vela, despojarse de los sedimentos que el tiempo deja en nuestra historia.  Los hay de todos los colores, sommeliers del servicio, de bodegas, de entrevistas, de periodismo. Sommelier de eventos y de hoteles, sommelier de concursos y docentes. Sommeliers outsiders que enfrentan al sistema, los que arman cartas y hacen magia abriendo mundos. Sommeliers que gustan de seguir las reglas, los que no les importa servirlo en vaso, sommeliers que invitan al vino con soda y a liberarse, sommeliers que custodian cavas y que iluminan la Argentina. Todos ellos merecen mi respeto, son todos ellos acaso un faro que me ilumina, son todos ellos los garantes del camino. La garantía firmada de solo ser un iceberg en la piedra profunda de esta profesión.  

                                                                               

Y ahí estamos nosotros, mirando el escenario con la copa en la mano. Me tenía que ir corriendo, habían pasado más de cuatro horas y entraba la recta final. Habíamos visto ya cómo Valeria Gamper, Martín Bruno y Stefanie Paiva degustaban vinos, los describían, los adivinaban, recomendaban botellas, las abrían, trasvasaban, describían destilados, explicaban estilos, descubrían fotos, hablaban de terruños y descriptores.  Pero me tenía que ir, y era la prueba final. Saludé a todos mis compañeros, apuré la última gota, salí corriendo por los pasillos gigantes e imponentes de la Usina del Arte, como de un castillo en el cual se habían hecho las doce demasiado temprano. Bendita tecnología, puse el teléfono mientras viajaba. La AAS, que organizaba todo, había pensado en los que estaban lejos, y así fue, que mientras me alejaba pude escuchar y ver el último momento del concurso. Fue emocionante, todos habían estado geniales, todos me producían cierta admiración. Hacia los tres me sentía agradecida, para ser o para no ser como ellos. Su esfuerzo era indudable, su esfuerzo estaba ahí.

Ganó mi profesor. Con lo cual el lunes trataría de darle un abrazo, pensando en cuáles serían las palabras correctas para decirle. Pensando en cuál es la consecuencia de medirse en lo que uno es bueno, y en cuál es la consecuencia de ganar cuando uno es el mejor. Poco importa, la luz no ilumina la competencia, la luz de este faro ilumina a la profesión.

 

La sabiduría es algo que se comprende mucho después. Un conocimiento que llevábamos en el bolsillo a todos lados y solo un día cualquiera, después, siempre después, metes la mano y encontrás. Brillante como una piedra, diciendo cosas que ya habías escuchado, pero que esta vez cobran forma y sentido. La sabiduría es un puente invisible, solo perceptible por quien se anima a cruzarlo. La sabiduría es ver en la punta del iceberg, todo lo que se encuentra en el fondo de una botella de vino. La cordillera en la copa. Y a todos los que no logran captar de qué se trata, les doy tiempo; porque un poco es aprender a comunicar lo que estamos haciendo, y otro poco es entender, que cada uno ve, no lo que es, sino lo que es capaz de ver.

 

 

Un buen sommelier es el que sabe escuchar al vino, contar su historia. 

 

(*) Mariana Gianella es estudiante de segundo año en CAVE, Centro Argentino de Vinos y Espirituosas y socia titular de la AAS.

 

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