Las huellas de BoBó


Las bestias han perdido su forma, esa que alguna vez tuvieron, se han vuelto carismáticas, felices, repletas de risa.

Controlan los árboles de la puerta, que el viento les sople en la cara, controla el pasto y las nueces, que el verde de las siete sea el adecuado, controla el estanque de agua, que el cielo  refleje bien su cara; como Narciso acercándose a la fuente, antes de convertirse en mito. 


Se entra a la finca de Agrelo por una puerta como cualquier otra, la pequeña bodega se encuentra en Luján de Cuyo, Cordillera de los Andes de fondo, a 1000 metros sobre el nivel del mar. Diez hectáreas de vides en forma de trapecio hacen nacer a los vinos BoBó, Petit BoBó, Trapezio y algunas sorpresas que darán que hablar en un futuro cercano.

 

Medio Bohemios, medio Burgueses, su creador mezclado entre las raíces de esa tierra arcillosa, vuela de Buenos Aires a Mendoza cada vez que puede y fantasea seguido, valijas en mano, con irse a vivir a la Finca. 


“La figura del vigneron es algo que no veo mucho en Argentina, me gustaría ser un vigneron, dormir al lado de las vides, vivir adentro de la finca, eso fue así durante muchos años y hoy siento la necesidad de volver”, dice Mauro Villarejo mientras repasa los días que el confinamiento le impuso, en su departamento de Palermo, después de haber pasado una buena temporada con sus hijos en Mendoza. 


“Viví muchos años allá antes de volver a Buenos Aires. Yo vengo de otras profesiones y de varias disciplinas ligadas a las Ciencias Sociales y la Antropología.  Mi vida se hizo vino hace 18 años en Agrelo escapando de muchos años de estudio, militancia y trabajo, y reinventándome junto a mi familia de la profunda crisis del 2001 que nos azotaba. Cambiar de foco de un día para el otro y dejar de vivir en una gran ciudad como Bs As fue fuerte. De golpe pasé a convivir en detalle con cada centímetro de tierra, eso  fue un quiebre epistemológico en mi propia matriz, una forma completamente nueva de vida. Mis abuelos nacieron en España, mi mamá en San Juan y mi viejo en Mendoza, pero mi forma de estar en el vino es muy personal y biográfica, no es hereditaria ni responde al plan del directorio de un grupo inversor. Trato de que mis vinos sean tan libres como lo puedan ser, creativos, productivos. Hago con libertad lo que quiero en ellos, con lo que tengo y con lo que puedo”. 

 

Es difícil vivir partido a la mitad, supone un constante ir y venir que desgasta a cualquier valiente corazón, pero el motor de este emprendimiento hace casi ya veinte años, parece sostener el péndulo que une lo elegante de la buena vida, con lo bohemio de embarrarse hasta el cuello para salvar lo que es propio. 


“Me toco nacer en Buenos Aires y decidí poner mi corazón en Agrelo. Constelando vi y entendí que el lugar que había elegido para mis vides era el correcto. Amo viajar y explorar. Es algo contradictorio, pero si algo me dio el vino además de encontrar mis raíces, fue la posibilidad de recorrer el mundo. Me gusta pensar que el vino me permite conquistar, como en el T.E.G. muchos puntos del planeta. Hoy son más de 20 países los que tienen el color de mis vinos”.  


Adelante hay un parral viejo de Merlot que emociona.  La ancianidad en la naturaleza es muy distinta que entre los humanos. De ese parral han salido los deseos más caprichosos de la bodega, los más delirantes, y los más ricos.  De allí surgen algunos cortes, alguna joya varietal y también una Bonarda salvaje colada entre las plantas, difícil de encontrar y muy expresiva en la copa.  Las diez hectáreas se completan con Malbec, Cabernet Sauvignon, Cabernet Franc, y Chardonnay. Pero así como una relación no es la suma de sus partes, un terroir no es la suma de sus condiciones, sino mas bien un gran accidente que provoca algo inexplicable. 




“Hace 18 años conocí esta vieja finca con viñedos históricos y me enamore a primera vista. Con los pocos ahorros que tenía de joven emprendedor me encontré un día cara a cara con la uva colgando de las parras. Con muy poca experiencia viñatera y muchos primeros traspiés y derechos de piso, aprendí a cosecharla. Lo hice como pude. El primer vino fue “Criolla 2003”, en botella y sin etiquetar, hecho con una uva que casi no conocía y de un viñedo con el que recién estaba conviviendo. Hoy siento que ese fue y seguirá siendo el vino más genuino de la planta y el más auténtico de todos los que pueda hacer en mi vida. Te diría que casi se hizo solo, y eso que hace 20 años no existían los huevos de hormigón (ríe)”.


La “Criolla 2003” siguió mirando cual testigo, todos los vinos que le sucedieron. Un camino arduo de decisiones repletas de cambios y de un contexto del vino argentino que se movió rápidamente hacia la alta calidad y el posicionamiento en el mundo. 


“En mis botellas, como en todos los vinos, hay una historia. Si no fuera por mi historia de vida directamente hoy no tendría un vino. Ya no logro diferenciar dónde termina uno y dónde comienza el otro. Mi vida se hizo vino. Creo profundamente en el espíritu del vigneron. El vigneron es el que marca la diferencia en el día a día, una energía puntual, sus avatares en general y el contexto global. Es esa energía la que conduce los destinos de una botella muchas veces, aún más que el suelo que determina su perfil, o el clima que lo influencia cada año”. 


La bodega Trapezio es un proyecto de pequeños productores obstinados (Mauro Villarejo dueño y winemaker, Marcelo Richard Palmero, su enólogo). Ellos intentan equilibrar la metafísica y las finanzas, bailando así una danza muy particular que suena solo en su finca, la de un estilo propio de hacer, donde la arcilla de los suelos contengan las huellas de su filosofía, sin perder la coherencia de subsistir en un sistema, que hoy puja sólo por sus propios intereses.  Es difícil ser pequeños sin ser invisibles, es la energía expansiva de un deseo la que determina el brillo de un proyecto. No su tamaño, sino cada vuelta de su laberinto, cada batalla con el Minotauro. 


Pasar tiempo con la uva, probar el vino, aprender, observar, puliendo en cada minuto una idea de Terroir que nunca termina de ser redonda.  Ser productores y estudiantes eternos, una vida dedicada a hacer lo que toma la gente. ¿Qué gracia tendría si algo de todo lo que ellos han vivido, no viajara como molécula, como átomo diseminado por tu cuerpo, abrazando la idea de un diálogo que se produce sólo, adentro tuyo, sin que la razón pueda decir demasiado?. 


“El mundo del vino es una fauna, y los pequeños productores son microbios moviéndose rápido de un ecosistema a otro. Quizás sea ingenuo, pero hay que ser libre, lograr ser feliz con lo cotidiano y reinventarse todo el tiempo, ahí está la clave de la evolución”.


El pequeño productor corre detrás de su propia innovación, empujado por la necesidad demandante del mercado. Ellos ensayan diferentes tipos de cosecha, nuevos métodos de fermentación, nuevos blends  e innovan con nuevos insumos. La generación constante de lo nuevo, diseñando estilos, técnicas de elaboración y alquimias. El pequeño gran lujo de la libertad. El ensayo-error es un ADN que marca los días de la finca, la microvinificación, los nuevos vinos que aún no se conocen, los proyectos  que se cuecen al calor de la imaginación.   


Para ser una pequeña bodega hoy en la Argentina hay que hacer vinos especiales que se puedan diferenciar del resto pero que también puedan abrirse camino en la relación precio/ calidad. Se requiere inversión y buen trabajo en la viña, se requiere de visión pero también de buenos insumos como los corchos y la tecnología. Salir a competir para un pequeño productor no es  nada fácil. 


“Este año la bodega embotelló 13 nuevos vinos, más de la mitad son diferentes. Llegan nuevos vinos, nuevas etiquetas, nuevas marcas. Estamos muy contentos”. 


El big bang aún está estallando, somos el polvo diminuto de aquella explosión sin tiempo, de la cual todavía formamos parte. ¿Quién pudiera ser otra cosa que universo? Se expanden las palabras, las letras, las pupilas. Pasa por un puente la estampida por nosotros, nos atraviesa sin permiso, nos consume, nos bebe como a un hermoso vino. Quizás esta historia tenga poco que ver con las personas, y mucho que ver con una gran explosión, con los átomos del querer desordenándose y apareciendo en distintas formas, haciendo florecer galaxias de felicidad que se desvanecen en el aire una vez vistas. Entrar al laberinto como Teseo, y salir siendo el Minotauro. Poco importa, al final del día seremos el vino bebido, seremos la copa que nos lleva a la playa, seremos un nuevo deseo, una canción que suena en algún lado.  Si hoy me dejaran elegir, reencarnaría en un nuevo planeta, viviría la vida de los astros, como corrientes circulares en el tiempo, cantándole al sol en nueve órbitas concéntricas, y el vino y todo lo que amo, en el centro. 


Por Mariana Gianella

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